Es fácil decir que uno es libre, que hace lo que su voluntad tiene por buen grado hacer. Aunque otra cosa bien distinta es que realmente sea así. Pues no nos engañemos, no dejamos de estar atados a nuestros tiempos y a los imperativos que vienen derivados de ellos. Ya lo recordaba Goethe, el espíritu de los tiempos es el espíritu de sus amos, es decir, quienes controlan la sociedad, que suelen ser quienes sustentan el poder económico, dictaminan lo que está de moda o no lo está, lo que es correcto expresar y lo que no lo es, estableciendo con ello los límites del pensamiento y por consiguiente los límites de actuación, de lo que se puede decir y de lo que no, de lo que se puede hacer y de lo que no. Y estos límites, queridos amigos, no se deben a un código ético o moral, sino a algo más material, más del día a día, a un código de intereses de los dueños de la sociedad, que establecen los límites de lo pensable y expresable de acuerdo a lo que es necesario para mantener su estado de dominación y de control, no de acuerdo a un bien social común.
La libertad, no se engañen, es más escasa que el más escaso de los bienes más preciados.
La sentencia de Bakunin mantiene y mantendrá todo su vigor.
Sobre mil hombres apenas se encontrará uno del que se pueda decir, desde un punto de vista no absoluto, sino solamente relativo, que quiere y que piensa por sí mismo. La inmensa mayoría de los individuos humanos, no solamente en las masas ignorantes, sino también en las clases privilegiadas, no quieren y no piensan más que lo que todo el mundo quiere y piensa a su alrededor.
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